Desde Carlos I de España y V de Alemania han hecho negocios con la ruina de nuestra patria y tanto hoy como ayer, seguimos endeudados con ellos. A pesar de eso, el español si es experto en algo lo es en tropezar con la misma piedra no solo una o dos veces, si no las que hagan falta, por lo que a largo de la historia hemos acudido a nuestros vecinos teutones para que nos sacaran las castañas del fuego (aunque el remedio haya sido peor que la enfermedad). Ya acudimos a las faldas de mamá Alemania cuando nos faltaban los recursos para mantener el imperio, y hace unos años volvimos a acudir a él para proteger y estimular nuestro crecimiento económico tras el desastre producido por la especulación en la construcción.
Los bancos alemanes nos facilitaron unos créditos baratos donde los tipos de interés eran más bajos que la inflación para que así pudiésemos construir miles de viviendas y al mismo tiempo destruyésemos sin darnos cuenta nuestra industria productiva. Una forma muy inteligente y germana de dar y recibir al mismo tiempo.
Cuando desapareció el sueño de construir de forma ilimitada y nos dimos de bruces con la realidad de que las casas no se vendían, recibimos el puntillazo final de ver que nuestras fábricas se encontraban deslocalizadas y nuestra productividad por los suelos. Los alemanes no satisfechos con vernos atrapados en su trampa, nos pidieron que nos apretásemos el cinturón ya que querían cobrar con intereses lo prestado. Y es que nadie, y menos los germanos dan nada sin algo a cambio. Era nuestra responsabilidad pero también la de una banca que no debería habernos concedido un préstamo sabiendo que no podríamos hacerle frente.
Ya les comentamos en nuestros primeros artículos como Alemania pretendía para proteger la estabilidad de sus entidades, que nuestras deudas fuesen sufragadas por todos los europeos, también por los griegos, portugueses e italianos que se encuentran en una situación bien parecida a la nuestra. Creemos que ésta no es la mejor opción, puesto que si una familia o empresa es incapaz de hacer frente a sus deudas, existe una figura muy útil que es el concurso de acreedores, que permite un aplazamiento del pago y una quita para que esa empresa o familia pueda salir adelante y que parte de los acreedores pierdan un porcentaje de la deuda. Pero si existe esta figura ¿por qué no la utilizan los bancos alemanes?. La respuesta es muy sencilla, porque pidiendo dinero al resto de los europeos nos lo facilitan a un interés bajo, para que así podamos hacer frente a nuestras deudas. Para poder ser competitivos y exportar más, tenemos que devaluar nuestros salarios puesto que España al estar integrada en el euro no tiene capacidad de devolución. Esto no significa que debamos dejar el euro, pero sí que habría que plantearse en qué condiciones deberíamos seguir y porqué los bancos alemanes tienen una protección, sobre todo para sus cajas de ahorros, de la que carecen los bancos del Mediterráneo. De esta forma estos préstamos terminan siendo pagados por los "paganinis" de siempre llamados contribuyentes. Es decir, usted, yo mismo y cuantos nos rodean.
Debemos ser conscientes de que todo préstamo al final tiene un plazo y debe ser pagado. Estábamos en el "Gran Casino de amiguetes" que ha sido desgraciadamente España desde siempre, pero particularmente desde el Siglo XIX y el XX, donde el empresario en muchos casos no pensaba en crear un producto y competir si no en conseguir un monopolio del Estado o un arancel que dificultase a otros empresarios nacionales o extranjeros vender sus productos. Esta táctica convertía al consumidor español en un "secuestrado" obligado a comprar productos de más alto precio y baja calidad.
Sucedió ya en el Siglo de Oro, cuando ciudades como Sevilla o Cádiz se impusieron como los principales centros de comercio con las Indias. Como el mundo fue cambiando las trampas también lo fueron haciendo y se adecuaron a los nuevos tiempos a través de lo que se conoce como "Arancel", un impuesto que grava a los productos que son objeto de importación o exportación. Una forma de perjudicar a aquellos comerciantes que importaban o exportaban beneficiando al propio comercio y eliminando las competencias de mercado.
Durante el Siglo XIX comenzó a desarrollarse en España una incipiente industria textil, sobre todo en el territorio catalán, y rápidamente los empresarios solicitaron unos aranceles que impidiesen la competencia de los textiles de Manchester que tenían mejor calidad y precio y contaban además con la incorporación de la nueva tecnología del vapor.
España ha sido un país absolutamente proteccionista con sus productos hasta su incorporación a la Comunidad Económica Europea. Bien es cierto que durante los primeros años fue necesario establecer unos aranceles que obligaran a las compañías multinacionales a fabricar en España con el aliciente de que los consumidores se encontraban hambrientos de producto y con unos bajos costes laborales que hoy han sido sustituidos por la competitividad basada en la alta productividad de nuestras fábricas.
Nos merecemos un trato igual y que se aplique la Ley del Mercado, que establece que cuando no se pueda pagar un crédito, el acreedor debe participar en esas perdidas. Los bancos alemanes parecen desoír los dictados de esta ley ya que parecen auto considerarse como la nueva aristocracia europea relegando a las entidades españolas y a sus ciudadanos en la condición de ser los nuevos siervos de la plebe o "gleba". Y sí, no podemos negar que hemos gastado en exceso sin haber contado con nuestra incapacidad económica para hacer frente a tantas nuevas infraestructuras como los nuevos trazados de autopistas, la construcción de nuevos aeropuertos y del AVE. Hemos pasado de ser unos hidalgos caballeros a unos "riquillos" con ganas de derrochar y vivir bien hasta convertirnos en nuevos ricos virtuales sin dinero. Pensábamos que los españoles podíamos ser los Marqueses de Visa y Duques de American Express, confiando en los banqueros alemanes y su forma de ayudarnos al estilo de "toma el dinero, gasta, y si no puedes pagar, ya se lo devolverás con tu casa". Y hemos caído sin querer en una trampa de la que aun hoy no logramos escapar.